Javier Díaz-Albertini

Sigo el consejo de expertos en confinamiento y trato de no sobrecargarme de información sobre el COVID-19. Así que limito el tiempo que veo noticias a unos 90 minutos diarios y zapeo entre los canales internacionales (BBC, CNN) y nacionales.

He notado que el pedido permanente de los periodistas y expertos en estos medios es “dejar que la ciencia hable”. Dirigen este mensaje a los grandes decisores políticos, pero también a los ciudadanos de a pie. Especialmente cuando se refieren a cuáles serían las medidas personales y públicas más apropiadas para hacerle frente a la pandemia. Creo que jamás en la historia hemos sido testigos de tal despliegue de científicos y expertos en tiempo real. Sin embargo, ¿por qué la ciencia no ha sido capaz de contrarrestar plenamente la mala información y peor actuación de los líderes políticos?

Primero, porque hacer ciencia toma tiempo, a pesar de que se quieren respuestas inmediatas y novedosas. El actual virus recién fue descubierto hace menos de cinco meses y cobró importancia científica mundial hace solo tres. Ante un fenómeno nuevo, lo peor que se puede hacer es “apurar” la ciencia, no importa cuán desesperada se encuentre la humanidad. Se le exige conclusiones definitivas, cuando en los primeros momentos solo puede inferir sobre la base de fenómenos similares del pasado. De ahí surgen las primeras recomendaciones, todas tentativas porque están lejos de ser rigurosamente validadas. Desde el punto de vista del lego, no obstante, observan a científicos dubitativos y cautelosos. Ahí es cuando entra en escena el político populista que con aplomo lanza sugerencias irresponsables (inyectarse desinfectantes).

Segundo, en el siglo XVIII –como señala Immanuel Wallerstein– surgieron dos culturas relativamente independientes de conocimiento: la empírica (ciencia) y la especulativa (filosofía, humanidades). En la pandemia actual, la ciencia sirve para diseñar modelos de contagio, número de infectados, hospitalizados y fallecidos bajo diversos escenarios. Nos indica los probables resultados de las decisiones que tomamos. Sin embargo, no es un conocimiento particularmente útil para determinar –por ejemplo– qué debe privilegiarse: la salud o la economía. Como hace unos días escribía para este diario Gianfranco Castagnola, ¿cómo calculamos un “trade off” aceptable entre ambos aspectos?

Últimamente algunos tratan de disfrazar su posición ante este dilema como si fuera algo concerniente a la ciencia, cuando siempre ha sido y es una decisión político-ideológica. Me hace recordar a Thomas Robert Malthus cuando a finales del siglo XVIII se oponía a las “poor-laws” en Inglaterra por estrictos “principios económicos”. Para el economista, “… en realidad, ningún tipo de contribución por parte de los ricos, particularmente en dinero, puede evitar de forma prolongada la recurrente miseria… Sobre una parte de la sociedad deben necesariamente recaer las dificultades de la vida, y estas recaen, por ley natural, sobre sus miembros menos afortunados”. Así es, pues, ¿para qué sirve la solidaridad de los que más tienen si –como Jesús, la ley natural y la ciencia liberal indican– los pobres siempre estarán entre nosotros?

Tercero, la ciencia no goza del prestigio de antes. Dicen que definitivamente perdió su inocencia e independencia cuando los más connotados científicos de la época colaboraron para crear la bomba atómica. Cuando se detonó la primera en Nuevo México (1945), el director del proyecto –Kenneth Bainbridge– dijo: “Ahora todos somos hijos de perra”. En forma creciente, mucha de la ciencia más sofisticada se ha hipotecado a la gran empresa y a Estados poderosos en búsqueda de apoyo financiero. Basta ir atrás menos de diez años y recordar el escándalo y corrupción con respecto a la vacuna para combatir la “pandemia” AH1N1.

Muchos políticos han estado sacando ventaja de la reducida legitimidad de la ciencia para impulsar sus proyectos personales, no importa cuán delirantes. El caso de Donald Trump es el más notorio. Por semanas se ha rodeado de científicos de renombre para públicamente ignorar sus recomendaciones, contradecir o menospreciarlas o sugerir medidas peligrosas que francamente van en contra de todo sentido común. No obstante, sigue manteniendo niveles altos de popularidad porque ha logrado forjar una base de incondicionales que le permite estar protegido por la impunidad que otorga el rebaño.

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