Redacción EC

LUIS SILVA NOLE / 
Redactor de Sociedad

Las calles son sus oficinas. Hojas de papel bond, los lienzos sobre los que, letra a letra, dibujan discursos formales aprendidos con los años. Longevas y sobrevivientes máquinas de escribir, sus herramientas preciadas que los pintan como seres estancados en un tiempo menos frenético: escribientes de cinta y rodillo en una época de computadoras, correos electrónicos y USB.

Son una especie en extinción, pero se resisten a morir. En los alrededores de varios edificios públicos, especialmente en el Cercado de Lima, aún se los puede ver tecleando por unos cuantos soles solicitudes, oficios, cartas, hojas de vida, contratos de arrendamiento y toda una recatafila de escritos pedidos por gente que anda con el tiempo justo, siempre apurada.

CON LA FINEZA POR DELANTE

Cada vez son menos y casi todos son adultos mayores. Siempre distinguidos, dueños de una prosa pulcra, de salón. Seductores de tinta, atentos a ese sonido de campanita que las viejas máquinas sueltan cada vez que es necesario empujar la pequeña palanca que mueve el rodillo a la siguiente línea.

“Lima, 14 de mayo del 2014 [...] Es un honor dirigirme a usted y por su intermedio manifestarle lo siguiente [...] Agradeciendo la atención a la presente, quedo de Ud. y me despido reiterándole mi distinguida consideración [...]”, escribe uno de ellos cerca al Palacio de Justicia.

Están de a tres, de a cinco, de a siete. Más, no. Los golpes que dan las teclas son un concierto de percusión único. Salas de redacción sin techo, con bocinazos y conversaciones ajenas como melodías de fondo.

Estos escritores son elegantes hasta para evadir entrevistas. “En este momento no estoy en condiciones. Le ruego me perdone. Quizá otro día podamos dialogar”, dice a El Comercio uno apostado en la cuadra 4 del Jr. Apurímac, muy cerca de la Corte Superior de Justicia de Lima, mientras asegura con un gancho de ropa un papel carbón en medio de dos hojas bond, delgado fajo previamente pasado por el rodillo de su vieja Olivetti.

Un colega suyo guarda su máquina en un maletín duro como piedra, y se lo encarga. “Con permiso, voy a conseguir cinta”, nos dice. Media cuadra más adelante voltea a vernos. Espera que nos vayamos.

Escritores de otros ángulos del Cercado de Lima nos dirían luego que le temen a posibles denuncias o represalias de abogados que ven mermado su trabajo por los escritos de estos señores graduados en la universidad de la vida. “No firmamos nada. Redactamos cuestiones judiciales simples”, se apurarían en aclarar.  

REDACTORES SALVAVIDAS

Bernardino Céspedes Pacco, de 62 años, tiene a su fiel Olympia encadenada a su mesa portátil. Con la llave del candado que asegura su sustento en el bolsillo, y con los dedos tan ligeros como veloces, este apurimeño está orgulloso de la labor que cumple desde hace 36 años, siempre ahí, en la cuadra 2 del Jr. Miguel Aljovín, a escasos metros del Palacio de Justicia.

Cobra entre S/.2 y S/.5 por escrito. “Antes éramos como 25. Hoy quedamos siete aquí. Hasta 1998, más o menos, ganaba unos 50 soles diarios. Hoy, a lo mucho, 20. Pero, ojo, no soy un improvisado. En el 73 acabé de estudiar mecanografía. Además, redacto. Una cosa es apretar las teclas a velocidad. Otra, redactar”, subraya.

“Al escribir, ayudo con sus trámites urgentes a la gente. Así he hecho profesionales a mis hijos. Si no amara la escritura, no podría hacer esto. En el Ejército aprendí a redactar. Soy uno de los últimos en mi rubro. Con nosotros morirá el oficio y la máquina de escribir. La computadora avanza cada vez más”, señala resignado.

En la cuadra 5 de la Av. Abancay, al pie del Ministerio Público, están Flavio Rojas García, de 70 años, y Raymundo Paredes Paredes, de 67. Además de las canas, tienen en común que trabajan tecleando ahí desde hace unos 15 años.

“Las personas nos necesitan. Pero todo se acabará pronto:  ya no venden cintas para mi Triumph”, dice Flavio. “Difícil que haya una nueva generación de ‘escribanos’”, lamenta Raymundo, ex maestro de química de nivel secundario.

Hora de almorzar. “Nos retiramos un momento a comer algo. Disculpe”. Punto final.

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